Desayuno con Mao
Un tibio sol matinal los recibió en la estación de tren de Juliaca, un letrero indicaba que estaba a casi cuatro mil metros sobre el nivel del mar. El tren hacia una parada de tres horas para que los pasajeros pudiesen desayunar, de manera que bajaron del tren en una lenta procesión de polleras , bultos y silbidos . Su padre lo llevaba cargado en su hombro y un intenso frío le dio la bienvenida al altiplano.
Tenía nueve años y era la primera vez que viajaba en tren. Su padre caminaba muy cansado junto a los vagones que tenian escrito en color amarillo “Empresa Nacional de Ferrocarriles del Perú”. El tren exhibía en sus ventanas como en una vitrina expositora los colores de la diversidad del Perú andino. Exponía a aquellos peruanos curtidos que viajaban a la sierra vestidos con ponchos de color tierra, ojotas que descubrían el curtido cobre de su piel, mujeres de trenzas gemelas que caminaban cargando bultos y niños a sus espaldas.
El niño seguía muy débil por el mal de alturas, aquella falta de oxígeno con el que los andes sojuzgan a todo aquel que llega a sus territorios sin reverenciar a sus Apus. El niño estaba demasiado débil y no podía caminar por lo cual su padre lo recostó en una banca de la estación. A un costado de la banca estaba sentada una mujer que tenía la mirada clavada en la ventana como si tratara de encontrar a alguien en la distancia y quien no hizo ningún gesto ni pronunció ninguna palabra cuando su padre le preguntó si podría cuidar del niño por unos minutos.
-Hijo, tienes que esperarme aquí – Dijo su padre mientras sacaba de su maleta unos libros gordos con letras negras que decían “Mao Tse Tung – Obras completas”.
– Voy a vender estos libros al dueño del restaurante del frente, a ver si nos ganamos un buen desayuno, descansa en esta banca, espérame y no hables con nadie ni recibas nada de extraños - Luego cruzó la calle y desapareció.
El niño se esforzaba por ver el paisaje, pero solo lograba percibir una silueta vaga de su propio reflejo en la ventana. Las nauseas lo forzaron a cruzar la calle y dejarse caer en una banca de la plaza de la estación. Un rayo de luz en el horizonte le reveló a aquellos andes alfombrados de ichu y granizo, esas inmensas pampas que parecían no tener fin y le invadió una extraña melancolía.
El sol calentaba su cuerpo aturdido y poco a poco sus ojos caían cansados hasta que se quedó dormido en aquella banca de madera carcomida por la mugre. Unas caricias y unas palmas en el hombro le despertaron, al abrir los ojos vio una chica rubia parada frente a él . Era una chica extranjera y ajena a ese mundo andino, ella vestía con una chompa de alpaca blanca y tenía una mochila enorme. El encogió las piernas y le dio espacio en la banca para que pudiera sentarse, ella se dejó caer en el asiento.
El niño sentía que su corazón palpitaba rápidamente, una sensación de vergüenza y emoción lo invadía a lado de esa mujer. Observó de cerca sus ojos celestes que eran exactamente del tono del cielo limpio de la cordillera.
La emoción azuzó el mal de alturas y el niño otra vez empezó a vomitar incontroladamente , sentía que la emoción por aquella mujer lo estaba traicionando. La chica empujó su enorme mochila a un lado para poder vomitar también. Y es así que se organizo una espontánea e inapropiada vomitadera en aquella plaza de Juliaca.
La chica estaba muy enferma y débil. Un aire de complicidad los envolvió , bebieron agua y su respiración era pesada y profunda . Se miraron a los ojos , ella le contó una historia muy triste en aquella mirada. Un viento frío sacudió su cabellera encendida por el sol, ella le sonrió y le ofreció un caramelo. Le habló en un idioma extranjero suave y melódico que el niño jamás reconoció. A lo lejos los glaciares observaban al niño y a la mujer con ojos de cielo con curiosidad.
- No gracias - Murmuró recordando la advertencia de su padre en cuanto a recibir cosas de extraños.
El tono de su voz era apacible, y ella trataba de explicarle algo en su idioma. El la miraba confundido y ella le indico con las manos que también ella estaba muy enferma y que había vomitado mucho.
-Soroche – dijo el niño tocándose la frente.- Yo también tengo soroche.
- ¡Sorouche! – Dijo ella con la sonrisa de quien acaba de aprender una palabra nueva.
Ella extendió su mano y le ofreció nuevamente el caramelo . Esta vez él aceptó sin ningún recogimiento pues estaba fascinado por aquella chica de pecas rojizas y piel tan blanca.
Ella se recostó en la banca junto al niño y cerro los ojos para tomar el tibio sol de la sierra, era como si en medio de la soledad de la plaza, su agonía debido al mal de alturas los había unido. Ella acaricio su cabeza y sus dedos fríos rozaron sus mejillas.
Se quedaron en silencio, con los ojos cerrados ante el sol. El el dios de los incas los bautizaba aquellos cuerpos fríos y su calor los acogía en aquella cumbres del Altiplano.
El niño quedó dormido otra vez junto al ángel y cuando despertó ella había desaparecido.
El niño se sentía bastante mejor, se paró en la banca para buscar a la rubia por la plaza. La buscaba nerviosamente , sin encontrarla, sólo encontró la figura de su padre que regresaba sonriente sin los libros en la mano.
-Tu padre es un genio, hijo - dijo cargándolo en sus brazos.
-¡Vas a ve lo bien que te vas a sentir después de un buen desayuno cortesía del chino Mao ! –
Mientras cruzaban la calle, él persistía en buscarla inútilmente en la solitaria plaza y sintió angustia porque jamás la volvería a ver. Tampoco podría contarle a su padre el origen de aquellos caramelos para no revelar su desobediencia.
Aquella mañana entendió que los andes empezaban a enseñarle , que aquellos firmamentos lo curtian en experiencias de la vida y despertaron en él un sentimiento nuevo, un sentimiento que azuzó su mente, ése sentimiento que quema en el alma cuando las hombres se enamoran.
Tel Aviv, 20 Feb 2011