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Las galletas quemadas - Educación Primaria Católica

El Profesor Guillén era el último bastión del Santo Oficio en el Perú. Era un radical católico que fue entrenado por la línea dura de la educación peruana. Uno se enteraba de este personaje desde el momento en que se veía su paquiderma figura rengueando por los corredores del colegio. En los cuatro años en que fue mi único profesor de primaria, jamás lo vi reír. El profesor Guillén era un cucufato perfecto, estaba obsesionado con el Juicio final, las almas del purgatorio y el infierno de azufre y fuego donde uno se quema por las eternidades. Nuestro salón de clase parecía una parroquia. Una enorme estatua de la Virgen vigilaba a un lado de la pizarra, las paredes estaban cubiertas con sangrientos crucifijos, afeminadas pinturas de Santos y algunos mapas en latín.

Recuerdo que rezábamos dos horas diarias , el frío entraba por las ventanas junto con el tibio sol matinal arequipeño. Cada día era el mismo rezo, cada palabra se duplicaba exactamente por las mañanas y se repetía día tras día durante el año. ¨Angeles y santos del Cielo, dígnense interceder ante Dios y su santísima virgen para que algún dia entremos en su reino....¨ Rezábamos por las almas del purgatorio, por los curas abnegados , por las hermanitas de la caridad, por la madre iglesia , por el santo padre, para que la Santísima Virgen se digne interceder por nosotros, por la comunión de los santos. Pero sobre todo pedíamos perdón por nuestras vidas llenas de pecado a la edad de ocho años. Las piernas estaban ya bastante cansadas cuando respondíamos al profesor Guillén las últimas diez avemarías y los tres padrenuestros diarios . ¨Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte, Amén.¨ El profesor Guillén era un hombre intenso de figura desbocada y de voz profunda. Siempre vestía la misma camisa y el mismo pantalón impecablemente limpios y planchados. Usaba pelo muy corto, pues decía que solamente las mujeres (las claras culpables del pecado original) son capaces de perder el tiempo frente al espejo.

Luego de dos horas de rezo, aprendíamos Catecismo. La clase consistía en ponernos en fila y comprobar si habíamos aprendido de memoria las preguntas del día de nuestro catecismo escolar. Uno a uno los niños recitábamos el catecismo con precisión. El profesor Guillén preguntaba, y yo le respondía.

-Dime hijo, ¿Hay un Dios? Si padre, Dios existe.-Dime hijo, ¿Cuántos Dioses hay?Hay un solo Dios verdadero.-Dime hijo, ¿Cuál es la esencia de Dios?La esencia de Dios es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Tres personas distintas y un solo Dios.-¿Cómo se puede explicar esto?No se puede explicar Padre, porque es un misterio.-Dime hijo, ¿Qué es un misterio?Es una verdad que no podemos entender pero que debemos creer.

Mis respuestas fueron correctas y exactas, mas el profesor Guillén notó que yo no tenía puesto mi escapulario de la virgen. En aquellos días de colegio primario era obligatorio el uso del escapulario de la Santísima Virgen de Chapi , elaborado y bendecido por las monjitas del convento de Santa Marta.-¿Dónde está tu escapulario? –me preguntó en tono inquisidor- Intenté darle una explicación pero los nervios me traicionaron y empecé a tartamudear, él me interrumpió y sentenció como un trueno – Al rincón !

El rincón era la esquina de la clase, donde todos los sentenciados esperábamos nuestro castigo, era un lugar parecido al limbo, un lugar entre la vida y la muerte, los niños sentenciados llorábamos por que sabíamos cual era el castigo: las galletas quemadas. Si, en una ironía muy al estilo del despotismo medieval, El señor Guillén bautizó muy inteligentemente como ¨Galletas Quemadas¨ al ritual inquisitorio para disciplinar a esas almas descarriadas y blasfemas que éramos sus alumnos. Para tal efecto, encomendó a un carpintero una espada de madera pesada. La madera era gruesa y estaba pulida y embarnizada, tenía un mango para su mejor manipulación, y poseía un orificio que servía para colgarla en la pared. El profesor Guillén la colgaba en un lugar de honor junto a la cruz , como si fuera la espada de un cruzado, que descansa luego de haber defendido la fé en alguna guerra santa.

Las galletas quemadas eran todo un ritual de doble efecto disciplinario, tanto los castigados como el resto de alumnos testigos participaban del ¨Auto de fé ¨ privado del Señor Guillén. Aquellos que estábamos en el rincón formábamos una fila como corderos rumbo al matadero, avanzábamos lentamente hasta el final del salón de clase. El señor Guillén daba la orden: - A dormir! – Y todo el resto de niños sentados cerraban los ojos y ponían su cabeza entre los brazos extendidos pues estaba totalmente prohibido mirar la ejecución bajo pena de galletas quemadas.

Para quienes estábamos en la fila de los ejecutados, le escena era surrealista: Cincuenta niños durmiendo en sus mesas guardando silencio, la mirada complaciente de los santos colgados en la pared, los dos ayudantes (los alumnos más grandes de la clase) estaban parados a ambos lados de una carpeta usada como potro de torturas y el inquisidor esperando con la espada desenvainada.

El primero de los niños castigados al recibir las galletas quemadas, chilla como un marrano cuando es separado de su madre, el segundo llora como una niña. Algunos niños se resistían y eran arrastrados por los ayudantes. Recuerdo que en un acto de rebeldía, decidí que yo no lloraría, que no le daría el gusto al inquisidor. Al llegar mi turno, reposo mi pecho en la carpeta y los ayudantes me sujetan los brazos. Sin más anuncios que el sonido de una explosión, siento que mis nalgas rechinan de dolor. Grito como una hembra, me olvido de mi promesa de no llorar, el dolor es insoportable, trato de zafarme y escapar cuando el sonido de la espada de madera surcando el aire se estrella en mí por segunda vez. La piel de mis nalgas se sensibiliza lo que hace la segunda galleta mucho más dolorosa. La desesperación de tratar zafarme es interpretada por el profesor Guillén como un acto de rebeldía, así que entorna la espada para golpearme con el filo, éste último golpe me tatuó una roncha roja por semanas.

La fila de llorones se amontona al frente de la clase, esperábamos la ominosa segunda parte del ritual de las galletas quemadas. Llorando y con los mocos afuera, uno recibía insultos de toda la clase orquestados por el propio profesor Guillén. –!Cosacuche! – gritaban los niños de la clase, - ! Traga aldabas! !Por que te quitas el escapulario !-.

La parte final del ritual era digno de ser elevada a la inmortalidad por algún pintor del renacimiento florentino: Los arrepentidos niños nos arrodillábamos en frente de la estatua de la Virgen y pedíamos perdón por nuestra herejía de quitarnos su santa imagen. Las lágrimas, los mocos, y los chillidos convertían la escena en un ¨acto de contrición perfecta¨ descrito en nuestro catecismo.

Por las ventanas , a lo lejos se escuchaban las campanadas de la Iglesia de Santa Marta, indicando que ya eran las diez de la mañana. Las campanadas tenían un tono acelerado y redundante , invitaban a la gente a venir a la misa. Era como si las campanadas celebraban otra semana más de colegio con la rencarnación de Torquemada, el profesor Guillén.

Eduardo H Mendoza

Tel Aviv 2010

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